Moliere empezó a morir en escena cuando representaba la muerte del protagonista de El enfermo imaginario. En ese momento la frontera que separaba al actor y al personaje se diluía para fundirlos en un solo ser. Roberto Sánchez, durante gran parte de su vida, veló por mantener claramente delineado el límite que lo separaba de Sandro, una división encarnada en el inmenso muro de cemento que rodeaba a su casa de Banfield y lo preservaba del acoso de sus fans. Esa barrera se derrumbó, definitivamente, una noche de 2001, cuando en el teatro Gran Rex de Buenos Aires un principio de asfixia le robó la voz y lo obligó a implementar, en futuros espectáculos, un complejo sistema de suministro de oxígeno instalado en su micrófono y en una rosa falsa que fingía oler. A partir de entonces comenzó a hablar con su público sobre la fragilidad de su salud, a burlarse de la muerte en el escenario y a llevar la seducción, ese arte que había dominado de manera singular, a un terreno en el que parecía imposible practicarla.
Los comienzos
La prehistoria de Sandro, el ídolo, se inicia cuando Roberto Sánchez, un chico de trece años e hijo de un obrero de un frigorífico en Valentín Alsina (provincia de Buenos Aires), se presentó en un acto del colegio con unas patillas pintadas con corcho quemado y un jopo como el que tenía Elvis Presley. El adolescente hacía un play back con una de las canciones del cantante norteamericano que reproducían unos parlantes que, de pronto y por accidente, dejaron de funcionar. El imitador de Elvis salió del enredo cantando a capella la letra que conocía de memoria, las chicas que lo miraban celebraron la interpretación y él se percato que la música era su destino.
Dejó el colegio en medio del secundario, trabajó repartiendo vino y consiguió un préstamo de su padre para comprarse una guitarra eléctrica que pudo pagar cantando serenatas a pedido en su barrio. Después conformaría con sus amigos un grupo al que bautizarían Los de fuego y lograrían que un representante de músicos en ascenso los escuchara en una presentación. La ruptura de una cuerda de guitarra lo obligó a Roberto a cantar con las manos vacías, un demonio oculto lo hizo bailar como un poseído y el representante vio en esa performance la semilla del éxito. Así llegó, en 1963, la grabación del primer simple y el salto a la fama con la aparición del ídolo en ciernes en Sábados circulares, el popular programa televisivo del canal 9 porteño conducido por Pipo Mancera. Se sacó el saco ante las cámaras, lo tiró al público y bailó con la sensualidad y la provocación que lo identificarían perpetuamente. Tenía 18 años.
Después vendrían infinitas giras por Latinoamérica, once películas de cine, la presentación en The Ed Sullivan show, los recitales en el Madison Square Garden (los primeros de un artista latino), decenas de discos con 22 millones de unidades vendidas, su consagración como pionero y protagonista de la balada romántica latinoamericana y su conversión en ícono venerado por infinitas mujeres.
El éxito, ese gran impostor
“El éxito es una vieja prostituta: viene, se acuesta con vos y se va. A los 17 años crees que Dios es tu secretario. Pero hay que saber que el que está crucificado sos vos: si vendiste cien mil discos, más vale que el próximo vendas ciento cinco mil, porque si no te caíste… Pienso que Sandro es como un muñeco que inventé y yo soy el titiritero. Pero muchas veces me sentí prisionero de Sandro”, decía Sánchez, quien guardaba celosamente su vida privada como contrapunto del exhibicionismo desbocado de su personaje. En su hermética casa se escondía un músico inverosímil, muy distinto a Sandro, solitario, que escuchaba Bach, tocaba el piano hasta el amanecer junto a una botella de gin y leía a Freud, a Fromm y a Jung.
El éxito se alejó vertiginosamente de su vida a comienzos de los 80. Con el regreso de la democracia, los cultores del rock entronizaron a las bandas under, los artistas que regresaban del exilio y los viejos popes que lograban renovarse. En ese contexto la música de Sandro fue arrasada por las descalificaciones que la relegaban al sótano de la vulgaridad, la frivolidad y la caducidad. En 1988, Sandro logró resurgir de sus cenizas a partir de un disco que celebraba el cuarto de siglo que había pasado desde su primer contacto con las masas y con presentaciones en el Luna Park. La cultura popular lograba, en ese momento, una valoración por parte de buena parte de la crítica y de las clases medias, un público que le había sido esquivo. Luego llegarían, para Sandro, el reconocimiento de figuras emblemáticas de la música como Charly García o León Gieco, homenajes de bandas plenamente identificadas con los jóvenes como Ataque 77, Divididos o Bersuit Vergarabat, y la obtención, en 1999, del Gardel de oro, el mayor galardón de la música nacional.
Amor, enfermedad, intimidad
El telón que había ocultado su vida privada durante tres décadas, lo bajó el propio Sánchez a mediados de los 90. Reveló a la prensa que hacía diez años que estaba en pareja con María Elena Fresta, otrora ama de llaves encargada de cuidar a la madre del cantante; su música pasaba a ser autorreferencial y la enfermedad, que había aparecido de la mano de un efisema pulmonar incurable causado por sus abusos con el tabaco, un tema recurrente en el diálogo que tenía con su gente sobre el escenario.
El cigarrillo, el alcohol y la agotadora tarea de componer a Sandro se llevaban progresivamente la salud de Roberto Sánchez. Pero no su éxito. El cantante batía récords de taquilla en el prestigioso teatro Gran Rex de la porteña calle Corrientes, en recitales en los que se le repartía una rosa a cada espectadora, en que un romanticismo olvidado y anhelado regeneraba la juventud, la belleza y los sueños de un hombre enfermo, con una barriga prominente cubierta por una bata roja, y los de sus seguidoras, seducidas por canciones que parecían escritas para cada una de ellas, por letras que las hacían sentir las mujeres más deseadas del mundo.
En 2006, durante un homenaje que le hizo el Senado de la Nación, Sánchez presentó a quien sería su última compañera, Olga Garaventa. Una mujer completamente alejada de la que le correspondía, en el imaginario de sus devotas, a Sandro. Una persona discreta, extremadamente sencilla, absolutamente común, al igual que su anterior pareja y que Julia Visciani, su compañera durante doce años. Roberto Sánchez, quien también había tenido un romance inconcebible para sus fans con María Marta Serra Lima, hacía en su vida privada lo opuesto a lo que sugería la biografía apócrifa de su personaje. Como una suerte de acto final de reivindicación se casaba, por primera vez de manera legal, con su compañera Olga en 2007; y le confesaba públicamente su amor de manera excluyente en los poemas que integraban Secretamente palabras de amor y las estrofas de su canción Fuego contra fuego:
Abro los ojos y recorro calendarios / con la pequeña ilusión de que sea cierto / en la línea de partida estoy primero, / desencadéname este beso prisionero / y libérame ese beso, nada más / y después muero.
Sandro y Sánchez lucharon cuerpo a cuerpo durante los últimos años de sus vidas, sabiendo que la muerte los acechaba. Por momentos, cuando en el escenario el cantante se sometía a riesgos extremos, Sandro se apoderaba de Sánchez. Cuando el cantante quería recuperar la vida fugada, aquella en la que podría haber tenido hijos, una identidad clara, salud y una felicidad convencional, aquella que le ofrecía un pequeño tramo para el matrimonio, para cantarle a una sola y desagraviar a las que lo habían acompañado en silencio, Sánchez se imponía sobre Sandro.
La muerte y el mito
Cada 19 de agosto, el día del cumpleaños de Sánchez, una procesión marchaba hacia la casa del músico. La enfermedad, en los últimos años, le daba poca tregua. A veces salía a saludar con un tubo de oxígeno en la mano, otras veces no podía cruzar la puerta. El fantasma de la muerte se presentó con fuerza inusitada a sus adoradoras en 2008, cuando se hizo público que Sánchez estaba en una lista de espera para un trasplante cardiovascular. Se multiplicaron los rezos desesperados, las ofertas de fans dispuestas a morir para salvar a su ídolo y el terror por lo que ocurriría un lunes 4 de enero.
Decenas de miles de seguidoras fueron a despedirlo al Salón de los Pasos Perdidos del Congreso de la Nación. El hombre que congelaba el tiempo había muerto; el que convertía a las adolescentes que lo seguían en los 60 en “nenas” eternas que podían mantener a través de las décadas sus rituales impunes con bombachas voladoras, movimientos audaces y un erotismo fundido con cortesía.
La pelea de Sandro y Sánchez se resuelve en la fusión que conforma el mito popular que se expandió más a partir de su muerte. El de ese Dorian Gray que se mantenía joven a costa de la degradación de su auténtica imagen, el del hombre que vivía una relación contradictoria con un público que ofrecía su vida para salvar la que el ídolo ya les había entregado.
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